Travesía por los cerros tilcareños hacia el gran cañadón de piedra. Vértigo, emoción y silencio en una inolvidable aventura.
Es un día transparente y el sol, alto en el cielo, obliga a protegerse las cabezas. En Tilcara, a partir del medio día, siempre es así, salvo que uno se proteja debajo de la sombra de algún molle, aunque los árboles son escasos en el pueblo -no tanto en las afueras. Pero bajo la sombra se puede sentir un poco de fresco, a causa de la ausencia de humedad que domina la Quebrada de Humahuaca.
Luego de almorzar carne de llama con quinoa -un cereal andino bien energizante-, partimos hacia la antigua y majestuosa residencia del Billar del Ala, a dos cuadras del puente, en la entrada al pueblo, entre las calles Padilla y Jujuy, desde cuya caballeriza saldremos hacia la Garganta del Diablo, a ocho kilómetros. Allí nos espera Máximo, quien nos guiará en esta travesía por los cerros tilcareños. Cuando llegamos, todos los participantes están montados a sus caballos, así que sólo faltamos Lucía, mi compañera, y yo. La mayoría de los participantes son chicos que, contra lo que puede suponerse, son los más desenvueltos arriba de los equinos. Todos llevamos gorros, porque a esta hora el sol de la altura tilcareña puede resultar una pesadilla. Tampoco faltan las botellas de agua mineral fría.
A poco de arrancar -formamos una fila de siete caballos-, ya estamos cuesta arriba: así es el paisaje humahuaqueño.
Después de sentir la falta de aire en las calles cuesta arriba, es un placer dejarse llevar por un caballo que trepa como si nada el cerro. A medida que vamos subiendo, vemos desde arriba el pueblo, precedido por el cementerio, y los cardones que vamos pasando son cada vez más grandes, carnosos, dorados. El sol, cada vez más cerca.
Al cabo de una hora y media de trote y galope, vamos viendo la transformación de los colores sin nombre que pintan los cerros, a través de un juego de luces y sombras. Las vistas del valle del Río Grande o la quebrada de Wichaira, por donde fluye el agua entre diciembre y marzo, cuando llueve, son imperdibles.
Arriba del caballo no quiero perder estas postales, así que saco mi cámara y disparo una y otra vez. "El caballo -dice Máximo- te pone en el ritmo del lugar, que es el de la naturaleza. Es salir del auto, de la nave que te protege y acercarte al sol, la montaña y el agua; a la naturaleza".
Llegamos y la Garganta es un gran cañadón de piedra húmeda, tornasolado. Nos acercamos con los caballos al vacío. Conmueve ver tanta profundidad en medio del silencio sónico. La grieta deja ver en el fondo el agua cristalina que baja de la vertiente y choca contra la roca pulida, oscura.
Un poco más arriba, está el nacimiento del río, donde el agua se hace casi cascada y el suelo, arcilloso, está regado de piedras de todos colores. Una bendición: meter la cabeza debajo del chorro de agua cristalina y pura. Después, sólo nos queda sentarnos tomar un mate entre las rocas.
A la vuelta, bajando los cerros por picadas sinuosas, empinadas, sentimos el vértigo en el estómago. Los caballos parecen inseguros; sus cascos producen un entrechocar estruendoso contra la roca y la sensación es que se van a resbalar, pero nada de eso ocurre y al poco tiempo todos descendemos las cuestas con la mano en la cintura, totalmente relajados, Mientras, el sol se esconde detrás de los cerros inmóviles, estoicos, y nos obliga a buscar más abrigo. La atmósfera se vuelve transparente, gélida, y el horizonte está torcido.
Las primeras luces tilcareñas se divisan a lo lejos y los caballos, que saben la vuelta de memoria, apuran el paso.